Quizás fue la edad, el rencor o simplemente una ignorancia
que junto a la inocencia me cegaron tanto, veía solo lo que quería, pero ni entendía
ni analizaba, pues claro, es más difícil elegir aquello que conoces, que lo
nuevo y brillante. Ilusa de mí, no diré que nunca fui feliz, pues mentiría, ni
que jamás me sentí querida, pues me gusta pensar que me quisieron, tanto como
yo los quería. Pero no lo vi, aquella mujer a la que chillaba, contra la que
lanzaba toda mi rabia y odio, fue la misma que se quedó con cuatro criaturas, a
las que día y noche tenía que cuidar. Una manutención, por supuesto; visitas,
las reglamentarias. Pero quien se levantaba a media noche cuando alguno estaba
enfermo, y a la mañana siguiente tenía que buscar quien no cuidara, porque no podía
permitiese faltar a trabajado. Esa mujer que, aunque no le podía el pellejo nos
escuchaba, nos revisaba los deberes, preguntaba la lección y se aseguraba que
no nos faltará nada, aunque la menospreciáramos, le hiciéramos daño o incluso quisiéramos
odiarla.
No diré que era perfecta, pues nadie puede serlo, pero sí
que se esforzó y que se esfuerza, la he visto caer, llorar y chillar, pero no
rendirse, porque sabe que no puede, nunca existió esa posibilidad, nos quiere
demasiado. No podría decir que he sido lo que ella se merece, creo que ninguno
lo hemos podido ser, pero sí que, aunque no lo diga demasiado, la quiero y
estoy orgullosa de poder llamarla mamá, pues hasta en mis mayores momentos de
oscuridad me ha querido, quizás no como yo quería, pero siempre ha estado ahí
siempre a mi lado, y por mucho que la quisiera apartar, nunca me ha fallado.
Y es que siempre me lo dijo, “madre no hay más que una”
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